Raúl

Ris, ras, ris, ras, ris, ras..... el ruido de la escoba sobre el enlosado irregular parecía no acabarse nunca, y se iba metiendo en su cabeza cada vez más, aumentando de volumen poco a poco hasta parecer un estruendo ensordecedor que conseguía silenciar todos los demás sonidos del mundo.

La calle era larga, larguísima, una recta burlona e impertinente que se extendía ese día creciendo en metros para echarle en cara que se hubiese pasado casi toda la noche sin dormir...
¡Sólo los pringados trabajan un sábado!, le había espetado ella, riendo maliciosamente, con la cerveza en la mano y todo un mundo de juerga nocturna en la cabeza. Yo no soy un pringado, nena, le había contestado él, y, para demostrarlo, le había seguido toda la noche de bar en bar, pagando todos sus caprichos y riendo todas sus ocurrencias, acercándose cada vez un poco más a su cara para hablar y oliendo cada vez más claro el perfume de su piel como pequeño anticipo del premio que iba estando tan seguro de lograr al final. Solo esto compensaba el terrible paso de las horas (cada vez una menos para dormir, antes de ir al curro), y solo esto venía a su cabeza cuando miraba furtivamente y de reojo su reloj al pedir al camarero una cerveza más para su incansable compañera.

Pero no hubo premio. La noche se hizo eterna, ella sólo se dedicó a hacerle promesas implícitas en cada movimiento, en cada mirada, y al final también en cada palabra, pero, cuando por fin accedió a que él la llevase en su coche al apartamento que compartía con una amiga en un barrio bastante apartado de la ciudad, se dejó vencer obedientemente por el cansancio y llegó a su portal tan plácidamente dormida, que él tuvo que subirla hasta su casa y dejarla acostada en el sofá del salón, mientras resoplaba, maldecía, y pensaba, "efectivamente, preciosa, tenías razón: no soy más que un maldito pringado".

Y ahora estaba allí, con toda la calle por delante, más sucia que nunca por los excesos de la noche anterior, con tan solo media hora de sueño, que al final ni siquiera pudo disfrutar, porque no consiguió llegar a su cama, sino que se quedó dormido sentado en la taza del water, hasta que se despertó perdiendo el equilibrio hacia un lado y golpeándose la cabeza con el frío mármol del lavabo, mientras se repetía a sí mismo machaconamente "pringado, pringado, pringado... eres un maldito pringado".

Ris, ras, ris, ras, ris, ras... Esta calle no se acaba nunca, tengo la cabeza a punto de estallar, me duelen todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo, siento cómo las rodillas me tiemblan con cada paso que doy, y esta dichosa escoba hace hoy más ruido que nunca. La gente llena las calles de mierda, y yo estoy harto de tener que limpiarla, si fueran mínimamente civilizados no tendría yo que trabajar un sábado por la mañana, y podría descansar, como todo hijo de vecino, como esa hija de su madre que me hizo perder miserablemente mi sueño y la cartera, maldita sea....

... "no sois más que unos guarros"...

Y no fue del todo consciente de que esa frase, dicha con toda la rabia de su frustración y todo el malestar de su cuerpo, la había acabado pronunciando en voz alta, mientras miraba con los ojos sombríos a una pareja de jóvenes que pasaban, felices y sonrientes, empujando una sillita de bebé.

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