Mariano

Mariano revisa el contenido de su cartera antes de salir de casa. Lo hace distraídamente, sin mucho interés, porque hoy es uno de esos días que se le hace tan cuesta arriba el camino al trabajo. Hay días así, aunque, afortunadamente, aún no son todos. Ni siquiera la mayoría. El día que así sea será el día que lo deje, al fin y al cabo todo debe tener un fin, y lo lógico es que coincida con el momento en que uno empieza a no disfrutar con lo que hace.

Pero eso aún está lejos y, mientras tanto, debe aprender a lidiar con los días como hoy.

Aún no ha identificado la razón, pero estos días se despierta con una cierta desazón, como una sensación de repentina nostalgia, y un extraño vacío.
Mientras se toma el café como única distracción del estómago hasta el momento de poder comer algo (hoy toca desayuno de trabajo), recuerda sus tiempos de estudiante, cuando llegar a donde está hoy era solo un sueño que parecía tan lejano e inalcanzable. Pero lo recuerda con cierta tristeza al pensar en los ideales que tenía entonces y en lo equivocado que estaba, por inocente, sobre cómo sería el camino hasta allí. ¿Donde habrían quedado esos ideales? ¿y la ilusión? En mitad de todo aquel esfuerzo, de todo el trabajo realizado durante tantos años, había ido siendo obligado, poco a poco, a renunciar a soñar, a enfrentarse con la cruda realidad, a aprender a golpes que en este mundo no se premia la inocencia ni los sueños, ni tan siquiera la honradez.
Y ahora se daba cuenta de a dónde había llegado (a dónde habían llegado todos), a ese cruel sistema del "todo vale", a esa lucha absurda cuyo objetivo por momentos dejaba de ser conseguir lo mejor para transformarse en destruir al otro.
A veces pensaba que no era más que algo personal, odio, envidia, rencor, y eso le dolía inmensamente, porque era la prueba más clara de que realmente había perdido lo más importante, esas ganas de cambiar el mundo que un día le hicieron dedicarse a la política.

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