Marcos

Se paró un instante con la barbilla levantada y los ojos entrecerrados como si quisiese enfocar algo borroso ante él, intentando encontrar el instante preciso en que su mente, o su alma, había hecho “click” y se había transformado en lo que era ahora. No sabría decirlo. Quizá el día cualquiera aquel que se levantó de la cama y sintió una repentina oleada de asco y hastío por su vida, el mundo, y la gente que le rodeaba. O quizá aquella tarde que la chica de enormes pechos que solía ponerle morritos decidió caprichosamente no devolverle el saludo siquiera. Podía ser, sí, porque recordaba que en aquel momento había sentido ganas de rebanarle el pescuezo con el abrecartas que sujetaba en su mano izquierda. No, peor aún, había sentido ganas de ceder al fin obedientemente al impulso de rebanarle el pescuezo con el abrecartas que sujetaba en su mano izquierda. Eso era. Y sintió además dentro de sí la certeza de que no se conmovería nada su alma al hacerlo.
Pensando que había acertado al fin en sus pensamientos, se pasó distraídamente la mano por la cara, dejando una enorme mancha roja desde la sien al mentón. Vaya, ni siquiera se acordaba de lo que estaba haciendo, -habrá que seguir con la tarea, ya me limpiaré después-. Y volvió a concentrarse en realizar el corte lo más limpio que pudiera, aunque reconocía que aquello no era tan fácil como había calculado en un principio y probablemente tendría que emplear bastante más tiempo del imaginado y era inevitable manchar también mucho más toda la estancia. Al menos había tenido la ocurrencia de extender sobre el suelo un enorme trozo de plástico, eso había sido un acierto, pero la próxima vez ya sabía que necesitaría también cubrirse todo el cuerpo, manos y cabeza incluidos, ya pensaría en ello. También necesitaría más herramientas. No imaginaba que los huesos fueran tan difíciles de cortar, incluso por las articulaciones, y ya estaba pensando en comprar en un futuro una sierra eléctrica, aunque no tenía ni idea de cuál. -Le preguntaré a mi cuñado qué me aconsejaría para cortar un árbol pequeño, eso es- murmuró sin poder disimular una sonrisa. Se paró un momento a descansar los brazos doloridos por el esfuerzo. Estaba resultado todo extrañamente placentero, jamás lo hubiera imaginado. A su lado descansaban ya las extremidades cortadas, en un desordenado montón, del pobre chico de ojos asustados que ahora le miraban blancos y sin expresión, con la boca retorcida en un horrible gesto y la piel mate de un color imposible. Qué fea era la muerte, pensó con una mueca de desprecio. A la entrada todavía estaba la caja que traía, tirada en el suelo, abierta y rota por el forcejeo, con pequeños trozos de pepperoni sobre la alfombra y la pizza desparramada por el parquet. Eso no lo puedo aprovechar ya –pensó- tendré que pedir otra.

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