Faustino

Todas las noches vaciaba de problemas sus bolsillos escuchando cantar a los grillos.
Se sentaba en una vieja hamaca descolorida frente a su puerta, y se pasaba un buen rato liando pequeños cigarros sin filtro que se fumaba después uno tras otro con los ojos cerrados y dejándose mecer por el incesante sonido de aquellos pequeños insectos cantarines.
En esas largas horas no hablaba con nadie. Nunca admitió la compañía de un amigo, aunque había quién había insistido en ocasiones, pensando que la soledad y el silencio no eran buenos compañeros para un hombre de su edad. Una vez un vecino del pueblo que le tenía en una gran estima se empeñó en sentarse a su lado al anochecer de una de las primeras jornadas que pasaba después de perder a María, pero él, necio como había sido desde niño, se limitó a encogerse de hombros y cumplir su rutina tal y como la hacía siempre, sin dirigir ni una palabra a su sorprendido acompañante, y sin sacarle una hamaca para él siquiera.
Cuando pasaron unas horas eternas y silenciosas, el vecino sentado en el suelo húmedo observó cómo de pronto el hombre se levantaba, cerraba con parsimonia la hamaca, la recogía debajo de un toldo en el porche, y se dirigía hacia la puerta de su casa sin decir ni una sola palabra. Pensó entristecido que quizá se había enfadado por su insistencia, pero al día siguiente a primera hora encontró en la puerta de su casa un cesto enorme lleno de los frutos más hermosos de su huerto. Cuando le vio el domingo frente a la iglesia le miró con tierno cariño, pero nunca le dio las gracias por ello, porque entendió que el hombre en realidad no huía de las personas, sino de las palabras, y dejó que se sintiese así en paz.

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