Raquel

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Nunca había intentado aparentar nada. Nunca había creído merecer nada. Nunca había pensado conseguir aquello.
Y menos de esa forma.

Pero la vida es así, y no hay más vuelta de hoja.

Ahora suspiraba pensativa, mientras miraba por la ventana los copos de nieve caer, desenfocando la mirada, entrecerrando los ojos, mirándolos de refilón... pero no era igual, no había forma. Sólo si cerraba los ojos por completo podía volver a verlos como los recordaba, pequeños, blancos, relucientes bajo ese sorprendente sol invernal mientras corrían en todas direcciones jugueteando con el viento...

Parecían tan lejanos esos días...

Y realmente lo eran, para qué engañarse, pero era lo que tenía, y lo guardaba como un tesoro, como tantos y tantos objetos absurdos que había acumulado durante años y que aún a veces esparcía sobre la cama escuchando con una sonrisa la historia que cada uno contaba para ella.
Pero esto no lo guardaba en la vieja caja de lata, esa enorme y decorada con dibujos antiguos, más antiguos aún que ella misma, que un día le habían regalado sus padres llena de unas galletas riquísimas aquella vez que estuvo enferma. De aquello hacía quizás dos o tres vidas, pero creía oler aún el aroma mantecoso de las minúsculas galletas... qué difícil puede llegar a ser olvidar algunas cosas...

Esto lo guardaba en un lugar mejor, en un lugar donde nadie podría nunca encontrarlo, en un lugar que se llevaría ella consigo en el momento, cada vez más cercano, de encontrarse por fin con su vieja amiga, la muerte. Y sonreía para sí al pensar que tenía una historia que nunca nadie imaginó, y que nunca nadie conocería. Nadie... más que ellos dos...

Tan siquiera quedarían como románticos testigos algunos manojos de cartas, amarillentas, atadas cuidadosamente con cintas de raso, proclamando a los cuatro vientos la mitad de una historia en sus ajadas hojas manuscritas.
Eso pertenecía a otra época. A una que a ella no le había tocado vivir.
En todo caso una cuenta de correo, ya probablemente desaparecida por la falta de uso desde que sus manos empezaron a temblar y no le permitieron manejar más el teclado como hubiera querido... y ¡cómo hubiera querido!... aunque hiciese siglos que no recibía un nuevo e-mail, solía abrir todos los días su buzón virtual para sentir, una vez más, la emoción, tan agradable, tan joven, de esperar que un icono diferente le indicase un nuevo mensaje... y aunque no fuese así, esa emoción no se convertía en tristeza, ni en decepción, porque hacía mucho tiempo que sabía que nunca más llegarían, pero entonces leía una y otra vez los cientos de mensajes guardados en aquella carpeta con su nombre. Su nombre.

Hubiera querido ahora agradecerle estar ahí, seguir estando ahí, acompañándola siempre en la soledad que llenaba cada rincón de su casa (de su alma), haciéndola siempre mucho más agradable, como antes. Como siempre.

Todavía tenía su voz, guardada como recuerdo, y aquellas canciones que él solía cantarle cuando más lo necesitaba, cuando la vida le dolía, cuando quienes la podían tocar no lo hacían como ella hubiera querido, ni como él hubiera sabido.

Y, lo más valioso, lo mejor, la estrella de sus tesoros... aún tenía su abrazo, el de verdad. El de aquellos brazos generosos que la estrecharon un día de primavera, resguardados ambos por la noche, por aquellas estrellas que les observaban escondidas tras las luces de la ciudad, por aquella multitud de personas que festejaban por las calles, locas por la alegría y completamente ajenas a la intensidad de su encuentro, la victoria de su equipo.
Es curioso, tantas y tantas palabras les habían unido, y el momento de encontrarse al fin frente a frente fue mudo, silencioso. No hizo falta más. Una mirada nerviosa, curiosa, que buscaba frenéticamente reconocer aquello que tanto quería en los ojos del otro. Una sonrisa cómplice, cariñosa, tan elocuente... Y, sin darse cuenta, habían caído el uno en brazos del otro, sintiendo su tacto, su calor, el olor de su ropa y de su pelo.
Ahora, con la sabiduría que le habían dado aquel cabello blanco y aquellas manos temblorosas, sabía que no hizo falta más porque aquello era lo único que les faltaba, tan intensa y tan íntima había llegado a ser aquella unión a que les había abocado el todavía extraño contacto virtual de los últimos meses.
Y el abrazo era eterno, como si ninguno de los dos quisiese que terminase nunca, como si ambos temiesen que fuera lo último que pudiesen hacer juntos. Juntos en el espacio y en el tiempo. Juntos, para completar el puzzle.

Lo que sucedió después ya sólo lo sabe ella. Si alguna vez hicieron falta las palabras entre ellos, si algún día dejaron de disfrutar de los sentidos que les negaba el frío ordenador, si decidieron reservar esa última pieza para que nunca estuviera terminada del todo su historia, y fuera así eterna, como el tapiz de la paciente Penélope.
Y nunca lo contará, porque es su tesoro.
Puedes imaginar, si quieres, apasionados encuentros secretos, mudos e intensos como aquella primera vez. Puedes suponer nuevos mensajes, como caricias, en la pantalla del ordenador. Y miradas cómplices en encuentros fortuitos por la ciudad. Y canciones evocadoras que nadie más comprendía. Y un lugar para refugiarse, como un castillo en otro país, en otro mundo, donde sólo se permitiera romper el silencio al crepitar del fuego en la chimenea, al silbido del viento en las ventanas, al rumor de la ropa al caer, a esos nuevos abrazos...

Ella nunca te lo dirá. Se lo llevará con ella, como hizo él en su día, y así podrá irse sonriendo, como una niña traviesa, con la libertad que siente quien no tiene que dar una explicación, quien vive sus propias vidas, quien te mira con unos ojos que susurran misteriosos: “tengo un secreto”.

La vida es así, y no hay más vuelta de hoja.

Comentarios

Deprisa ha dicho que…
Una bella historia, que duda cabe :)

Los sentimientos te lelgan, pero el final en el que el secreto (como el amor, a decir verdad) es algo que se reserva para ella, me ha llegado.

¡Nos leemos!

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