Magdalena

Magdalena cierra con prisa la puerta de su casa. Tres vueltas a la llave, y a cargar con la pesada bolsa de plástico, que cada día abulta más. Mientras baja en el ascensor se mira en el espejo, colocándose con coquetería el rizo blanco que se empeña en caer sobre la frente. El rostro, cubierto ya de finas arrugas, sigue sin embargo fresco y aniñado, dándole una extraña impresión de incongruencia, como si fuese en realidad una niña disfrazada de anciana. Sonríe a su reflejo y sale del ascensor. Camina por la calle con pequeños pasos apresurados. Mira una vez más el reloj. Hoy se le han pegado un poquito las sábanas, y no le gusta llegar tarde.

La calle está desierta aún. Sólo se encuentra con el mismo barrendero de siempre, que la saluda afablemente. No ha faltado el piropo de costumbre "buenos días, Magdalena, qué guapa está usted hoy"... es un chico encantador. Le recuerda a su hermano Rodrigo, aquel que perdió hace ya cinco años, que siempre le guiñaba el ojo y bromeaba con el acoso de imaginarios pretendientes.

Como aún es temprano siguen luciendo a pesar de la claridad que crece las luces de colores que adornan la Navidad en las calles de la ciudad. Magdalena las mira una vez más, sintiendo, como cada vez que lo hace, ese mismo vacío, esa misma triste sensación de soledad.
La Navidad es una época difícil para ella. No hace más que recordarle las cosas que no ha podido alcanzar en su vida, y agranda de una forma monstruosa las ausencias que guarda en cada rincón de su casa.

Porque Magdalena no vive sola, como muchos piensan. No. Junto a ella pasan los días y las horas esos tozudos compañeros de camino, empeñados firmemente en no permitir que olvide las oportunidades que perdió y que nunca podrá recuperar.
Ese hombre que la quiso y que hubiera dado su vida por pasarla junto a ella, esos amigos que pensaban en ella y la recordaban cada vez que ella renunciaba a su compañía, esos niños que pudieron llenar su casa y su corazón de alegría...

Recordó una vez más lo que su cuñada decía siempre que se refería a ella. Decía envidiarla porque había tenido una vida muy interesante. Siempre viajando, decía, siempre libre y haciendo lo que le antojase, sin tener que dar explicaciones a nadie.
Ella pensaba, convencida, que Magdalena había escogido su vida, que su soledad le gustaba, que no había necesitado nunca de nadie más, que era feliz así. Feliz y libre.

Hizo un gesto de fastidio y se apresuró a recoger una lágrima antes de que resbalase por la mejilla. No le gustaba llorar por la calle, no estaba bien. Pero es que pensar esto siempre le provocaba el llanto, no fallaba. Saber la imagen que había logrado proyectar le dolía siempre como una daga que se le clavase en el pecho, porque hacía más evidente aún la triste y dolorosa verdad. Sólo ella sabía que en el fondo de su corazón no había más que cobardía. Sólo ella sabía que el verdadero motor de cada decisión que había tomado (o, más bien, que NO había tomado) no estaba otra cosa más que el miedo.

Su vida había sido muy interesante, eso es cierto, pero en todos aquellos viajes nunca había encontrado un hogar, y todas aquellas personas que había conocido en ellos nunca la habían hecho sentirse acompañada. Era libre, sí, pero estaba sola. Sola.

Con estos pensamientos llegó a su destino. Se paró delante de la verja rota y dejó la pesada bolsa de plástico en el suelo. Se agachó y esperó así unos segundos. No fallaba, ahí estaban. Comenzó a sacar los tuppers de plástico con la comida que con tanto cariño había recogido. Había sobras, pero también había cocinado, como siempre, para ellos. Salían de cualquier agujero, de detrás de cualquier piedra, incluso dijérase que aparecían de la nada. En un minuto la rodeaban varias docenas, maullando agradecidos, arrimándose a ella pidiendo, además de su comida, también la ración diaria de caricias que nadie más les daría.

Magdalena sonreía. Realmente era hermoso sentir que alguien te esperaba.

Comentarios

Dardo ha dicho que…
Leg; me identifico un poco con esta Magdalena. Nos dice tanto. Sobre la necesidad de empatía que en connatural a todos. Fíjate que se ha llegado en nuestra neurótica sociedad a intentar paliar el desafecto recurriendo a mascotas virtuales (Tamagochis). Sobre el falso espejismo que tienen terceros sobre nuestra supuesta felicidad (esa cuñada con piel de rinoceronte). Sobre lo importante del compromiso con otros (hombres o animales) que es el auténtico regalo para el que da.

Me ha recordado tu relato una antigua lectura de "El mono desnudo" de Desmond Morris. De cómo nos salvan a veces estos animalitos que nos aceptan tal como somos -sin añadidos-; sólo nos exigen compromiso.

Saludos cordiales. Es verdad; es hermoso que te esperen.
Gemma ha dicho que…
Estoy de acuerdo con Dardo. Has logrado pintar una soledad muy verídica, muy de nuestros días.

En cualquier caso, también creo que esta Maddalena que llora está más viva que mucha gente. Y eso importa, vaya si importa.

(Casi te diría que es lo principal: sentirse vivo, incluso en la propia soledad).
animalpolítico ha dicho que…
Precioso relato que me trae a la mente la imagen de una mujer a la que veo diariamente con el mismo trajín con unos gatitos que viven en las ruinas de una casa muy cercana al colegio de mi hijo. Siempre me ha llamado la atención el celo con que les trae su ración diaria.

Me encanta tu prosa.
Rocío Rico ha dicho que…
¿Tú también la has visto, Animal? ... Hay mucha soledad a nuestro alrededor.

Como bien decís, Dardo y Mega, todos podemos vernos un poquito reflejados... pero a mí lo que más me preocupa de Magdalena en realidad es ese arrepentimiento por los pasos no dados... Es mi mayor miedo, mi pesadilla particular, ver que han pasado los años y he dejado tantas oportunidades pasar que siento que me voy con las manos vacías...
frilanser ha dicho que…
Yo también la he visto leg, parece que Magdalena está por todas partes. Y también he visto a esa persona sola que en realidad tiene mucho que dar, y a la que está acompañada pero en realidad está sola, y a muchos que dejan que el miedo guíe casi todo lo que hacen. Yo no tendría miedo por arrepentirme de las decisiones que he tomado, aunque luego se demostrara que fueron erróneas, sinó por las que no he tomado.
Freia ha dicho que…
Tenéis razón en lo que decís. El relato habla sobre la soledad, pero también sobre lo que pudo haber sido y no fue, sobre lo nunca hecho. Y las dos cosas dan miedo. Pero no es fácil deshacerse de ninguna de las dos. Siempre que tomemos una decisión, habremos tomado un camino y renunciado, casi siempre de forma irremisible, a otro. Siempre habrá pasos no dados. Y siempre la soledad estará al acecho y, de vez en cuando, lo queramos o no, se abalanzará sobre nosotros.
A mí me ha recordado también la entrada de Frilanser sobre los Reyes Magos.
Por mi casa ya no quedan ni gatos.

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