Alba
No le cuesta nada recordar el día que empezó a hacerlo.
Entonces no imaginaba siquiera que le llegaría a costar tanto, en esfuerzo y en lágrimas. De hecho le pareció incluso una buena idea, algo que le sentaría bien con el tiempo y que le iría llenando de orgullo. Algo bueno para su salud, bueno para su aspecto, algo importante para su vida.
Y así decidió adelgazar.
Recuerda cómo cada kilo menos era un momento mágico sobre la báscula, un motivo de satisfacción que volvía heróicas y llenas de sentido todas aquellas horas de agudos pinchazos en el estómago mientras rugía furioso pidiendo un poco de alimento.
Recuerda cómo cada talla menos, cada pantalón que se arrugaba holgado sobre las caderas, era una sonrisa de triunfo, solitaria y furtiva ignorando la preocupación en los rostros de los demás.
Recuerda la dulce sensación de saberse vencedora en el difícil arte de inventar artimañas para engañar a quienes, con absurda obstinación, se dedicaban a fiscalizar día y noche sus comidas, siempre en busca de un motivo para enviarla a un médico, siempre con la excusa de querer ayudarla... qué sabrían ellos!
Recuerda cómo surgieron las nuevas metas y cómo se fueron convirtiendo en su verdadera razón de existir, en su única razón, atrapándola como una especie de droga invisible que no la dejaba pensar en nada más y apartándola del resto del mundo, voluntaria y obstinadamente, confinada a una soledad silenciosa, controlada, contenida, sacrificada como un penitente masoquista que en el fondo goza con el castigo.
Pero recuerda también cómo empezó a no ser ya divertido, cómo un día empezó a sentirse mal, sola, incomprendida, rechazada, esclava, enferma, aturdida, débil, atrapada... Se dio cuenta de que no podía dejarlo, y cuanto más se asomaban aquellos malditos huesos puntiagudos menos le gustaba la imagen que le devolvía el espejo y más cansada y dolorida se sentía. Su cara parecía una triste mueca con aquellos ojos saltones, la boca enorme en el mentón afilado, la piel cetrina y sin brillo, y enmarcada por un cabello ralo y áspero como el de un anciano. Pero seguía adelgazando.
Comer se había convertido en un castigo, un suplicio que su cuerpo rechazaba y su mente no podía casi soportar. La sensación de hambre, ese vacío insondable en el estómago, representaba ya para ella el placer, el bienestar, el verdadero y correcto orden de las cosas.
Por eso, porque aún lo recuerda todo, ayer decidió, por primera vez en su vida, pedir ayuda.
Se levantó, no sin esfuerzo, del sofá, limpiándose la cara húmeda de lágrimas y cogió el teléfono. Con voz débil, casi sin fuerza, pidió una consulta con el psicólogo que le hablaba desde el otro lado, y colgó el auricular sonriendo también por primera vez en mucho, mucho tiempo.
Reunió las fuerzas suficientes para vestirse, se puso el gorro de lana con el que tapaba su despoblada cabellera, y salió a dar un paseo para celebrarlo. Iba muy contenta, por fin había sido capaz de dar el paso. Aquello sí que iba a cambiar su vida, y esta vez sería en la dirección correcta.
Sonriendo aún se levantó esta mañana, y, con la misma alegría y naturalidad que había derrochado el día anterior, se dirigió al teléfono y marcó el mismo número que la pasada tarde. La misma voz amable respondió al otro lado, e igual de amablemente le preguntó por qué quería anular la cita que había pedido. Ella respondió sin dejar de sonreir, con un deje de impaciencia en la voz, como quien dice una verdad tan obvia que casi molesta tener que explicar: "pues, señor, simplemente porque, si me curo... engordaré. Y eso sí que no".
Entonces no imaginaba siquiera que le llegaría a costar tanto, en esfuerzo y en lágrimas. De hecho le pareció incluso una buena idea, algo que le sentaría bien con el tiempo y que le iría llenando de orgullo. Algo bueno para su salud, bueno para su aspecto, algo importante para su vida.
Y así decidió adelgazar.
Recuerda cómo cada kilo menos era un momento mágico sobre la báscula, un motivo de satisfacción que volvía heróicas y llenas de sentido todas aquellas horas de agudos pinchazos en el estómago mientras rugía furioso pidiendo un poco de alimento.
Recuerda cómo cada talla menos, cada pantalón que se arrugaba holgado sobre las caderas, era una sonrisa de triunfo, solitaria y furtiva ignorando la preocupación en los rostros de los demás.
Recuerda la dulce sensación de saberse vencedora en el difícil arte de inventar artimañas para engañar a quienes, con absurda obstinación, se dedicaban a fiscalizar día y noche sus comidas, siempre en busca de un motivo para enviarla a un médico, siempre con la excusa de querer ayudarla... qué sabrían ellos!
Recuerda cómo surgieron las nuevas metas y cómo se fueron convirtiendo en su verdadera razón de existir, en su única razón, atrapándola como una especie de droga invisible que no la dejaba pensar en nada más y apartándola del resto del mundo, voluntaria y obstinadamente, confinada a una soledad silenciosa, controlada, contenida, sacrificada como un penitente masoquista que en el fondo goza con el castigo.
Pero recuerda también cómo empezó a no ser ya divertido, cómo un día empezó a sentirse mal, sola, incomprendida, rechazada, esclava, enferma, aturdida, débil, atrapada... Se dio cuenta de que no podía dejarlo, y cuanto más se asomaban aquellos malditos huesos puntiagudos menos le gustaba la imagen que le devolvía el espejo y más cansada y dolorida se sentía. Su cara parecía una triste mueca con aquellos ojos saltones, la boca enorme en el mentón afilado, la piel cetrina y sin brillo, y enmarcada por un cabello ralo y áspero como el de un anciano. Pero seguía adelgazando.
Comer se había convertido en un castigo, un suplicio que su cuerpo rechazaba y su mente no podía casi soportar. La sensación de hambre, ese vacío insondable en el estómago, representaba ya para ella el placer, el bienestar, el verdadero y correcto orden de las cosas.
Por eso, porque aún lo recuerda todo, ayer decidió, por primera vez en su vida, pedir ayuda.
Se levantó, no sin esfuerzo, del sofá, limpiándose la cara húmeda de lágrimas y cogió el teléfono. Con voz débil, casi sin fuerza, pidió una consulta con el psicólogo que le hablaba desde el otro lado, y colgó el auricular sonriendo también por primera vez en mucho, mucho tiempo.
Reunió las fuerzas suficientes para vestirse, se puso el gorro de lana con el que tapaba su despoblada cabellera, y salió a dar un paseo para celebrarlo. Iba muy contenta, por fin había sido capaz de dar el paso. Aquello sí que iba a cambiar su vida, y esta vez sería en la dirección correcta.
Sonriendo aún se levantó esta mañana, y, con la misma alegría y naturalidad que había derrochado el día anterior, se dirigió al teléfono y marcó el mismo número que la pasada tarde. La misma voz amable respondió al otro lado, e igual de amablemente le preguntó por qué quería anular la cita que había pedido. Ella respondió sin dejar de sonreir, con un deje de impaciencia en la voz, como quien dice una verdad tan obvia que casi molesta tener que explicar: "pues, señor, simplemente porque, si me curo... engordaré. Y eso sí que no".
Comentarios
Que conste que aunque no tenga un desenlace sorpresivo, también me gusta. ;-)