Lía

Su amiga tenía el pelo muy largo, muy brillante y rizado, como ella, de natural melena lacia y escasa, siempre quiso tener.
Tenía también las piernas largas y esbeltas y la cintura armoniosa y los brazos fuertes y bien definidos, aunque no pisaba ni loca un gimnasio, las hay con suerte...
Su piel estaba siempre bronceada, y su rostro, con rasgos raciales y sensuales, profundos ojos negros, labios carnosos, y espesas cejas oscuras, tenía un toque exótico que lograba cautivar a quien lo miraba, de la edad que fuese, fuese quien fuese.

Su amiga era, además, risueña, divertida, extrovertida, muy vital. Parecía que jugaba con la vida como si el tiempo no hubiese pasado por ella, y con quienes la rodeaban como si no fuese consciente de la enorme atracción que ejercía sobre todos ellos.
Era encantadoramente irresponsable, arrebatadoramente distraída, sencillamente adorable.

Había sido su amiga desde niña, y había vivido con ella la aventura de crecer y, sin querer ni poder evitarlo, fue testigo de su lenta e increíble transformación, hasta ser la mujer que hoy empezaba a ser.
Era la primera que había visto desarrollar su cuerpo, la que le había ayudado a domar su frondosa melena, la que había visto en primera fila cómo sus cuerpos, que las igualaron un día cuando apenas levantaban un metro del suelo, las iban separando cada día más, creando entre ellas una barrera invisible e insalvable, que sólo parecía destruirse cuando aún reían a solas en la penumbra de la habitación recordando anécdotas de la historia de su amistad.
Pero al día siguiente su amiga salía de la ducha, tiritando de frío, corriendo empapada y desnuda a buscar el sujetador olvidado en la habitación, riendo como si nada, y ella se volvía otra vez pequeña, fea, insignificante, y como caída de no se qué mundo absurdo donde un dios bizco y manco se divierte dibujando criaturas de formas imposibles.

A su lado ella misma se volvía invisible para el mundo. Nadie reparaba en su presencia, casi ni ella misma, y acabó por acostumbrarse a respetar su propia ausencia, como si la asumiera como cierta y así llegara al fin a ser real.

Su vida, la propia, la que pasaba sin su amiga, era gris y aburrida. Nunca le pasaba nada interesante, siempre se limitaba a seguir mecánicamente una rutina que no perseguía fin alguno, y que solo cobraba sentido cuando se refugiaba tras los rayos incandescentes que emanaban día y noche del cuerpo maravilloso de su amiga.

Un día se dió cuenta de que su aspecto estaba cambiando. Se miró en el espejo, alarmada, y se vió, efectivamente, gris, anodina, sin brillo, sin color. Se estaba convirtiendo en una sombra. Y contempló horrorizada que ni siquiera era su propia sombra.

Entonces la odió. Deseó que se muriera, que desapareciera, que se apagase, al menos, que un accidente le desfigurase el rostro y los fármacos que le administrasen le inflasen el cuerpo hasta convertirla en un ser patético e informe. Quiso que su presencia inspirase pena, compasión, asco. Quiso que nadie desease su compañía, que se le acabase la risa, que pudiese sentirse, al menos por una vez, tan tristemente insignificante como ella.
Pero eso no sucedería.

Pensó después que querría ser como ella. Quería tener su aspecto, vestirse como ella, brillar como ella lo hacía. Quería sentir el deseo de los hombres cuando anduviese por la calle distraídamente camino del supermercado, quería notar en sus propias carnes lo que era sentirse admirada, querida, deseada. Quería reir como ella, olvidarse de lo malo, vivir para divertirse. No tener complejos, ni preocupaciones, ni deseos inalcanzables que desesperarse por conseguir algún día.
Quería ver por sus ojos, tocar con sus manos, pensar con su mente, sentir con su corazón.
Pero eso nunca lo conseguiría.

Finalmente pensó, con el corazón encogido de pena y los labios secos de angustia, que quizá le hubiese bastado que su amiga lo hubiese hecho aquella noche que se hacían confidencias en su habitación, tiradas en camiseta sobre la cama. Ella había bromeado y, fingiendo enfadarse, habían forcejeado hasta quedar muy juntas, tan cerca su boca de la suya... Sí, quizá habría bastado con que aquella noche ella la hubiese besado.

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