Ana
Como el poeta, yo también podría escribir los versos más tristes esta noche.
Últimamente todas las noches son extremadamente negras, frías, solitarias, silenciosas. Puedo escuchar tu respiración pausada mientras duermes, y eso me hace sentir terriblemente triste y muy sola. Podría aprovechar el momento para escribirte algo que te haga comprenderme cuando ya no esté, saber el sufrimiento que me supone tener que marcharme y perderos para siempre, pero algo me ata a la cama, me paraliza en cuerpo y alma, y me limito a dejar que la oscuridad densa y pesada me vaya invadiendo por dentro hasta que llego a formar parte de la noche que tú disfrutas.
Entonces pienso en el día que nos conocimos, en la escalera de la entrada a la facultad. Tú estabas allí sentado, con tus vaqueros gastados y una de aquellas camisetas enormes que usabas entonces que hacían parecer que tus hombros eran unas simples perchas donde colgaba la ropa que alguien se pondría después. Recuerdo tu sonrisa, que fue lo que me cautivó, lo que me secuestró para siempre. Menuda trampa, dulce e inteligente trampa, formaba aquel gesto amable y sincero que se extendía mucho más allá de tus labios, por todo tu cuerpo, alcanzando, yo creo, incluso hasta la punta de los dedos, dibujando el aire de sonrisa con cada movimiento.
Nunca dejaste de sonreir. Tengo indeleble en mi memoria la huella de tu boca alegre que veía muy de cerca cuando nos besábamos, en aquellos ratos que pasábamos sin hacer otra cosa, como si nuestras lenguas se hubieran convertido en dos imanes en inevitable atracción, contra la que, también es cierto, poco hacíamos por luchar.
Siempre me gustó mucho que lo hicieras, pero no imaginaba cuánto hasta ahora que sé que, obligada a hacer las maletas antes de tiempo, un día cercano tendré que marcharme y no la volveré a ver más, y, lo peor, no me la volverás a dedicar a mí.
Me la llevaré como recuerdo, y, si me dejan un instante para despedirme, te haré prometerme que siempre seguirás sonriendo, y que, pase lo que pase, enseñarás a tu hijo a hacerlo igual, y que cuando venga a veros en las noches oscuras y silenciosas los dos me recibiréis con el alma sonriente y los ojos vivos, relucientes de mi recuerdo y del amor que aún os quedará de todo el que pienso dejaros.
Aunque lo tengo asumido aún me cuesta pensar en mi partida, y mientras en este silencio se sigue escuchando tu respiración pausada, yo, fundida en la oscuridad de la habitación, acabo entrando por tu boca para dejar dentro de tu cuerpo, muy cerquita de tu corazón, estas lágrimas que hoy no puedo reprimir.
Últimamente todas las noches son extremadamente negras, frías, solitarias, silenciosas. Puedo escuchar tu respiración pausada mientras duermes, y eso me hace sentir terriblemente triste y muy sola. Podría aprovechar el momento para escribirte algo que te haga comprenderme cuando ya no esté, saber el sufrimiento que me supone tener que marcharme y perderos para siempre, pero algo me ata a la cama, me paraliza en cuerpo y alma, y me limito a dejar que la oscuridad densa y pesada me vaya invadiendo por dentro hasta que llego a formar parte de la noche que tú disfrutas.
Entonces pienso en el día que nos conocimos, en la escalera de la entrada a la facultad. Tú estabas allí sentado, con tus vaqueros gastados y una de aquellas camisetas enormes que usabas entonces que hacían parecer que tus hombros eran unas simples perchas donde colgaba la ropa que alguien se pondría después. Recuerdo tu sonrisa, que fue lo que me cautivó, lo que me secuestró para siempre. Menuda trampa, dulce e inteligente trampa, formaba aquel gesto amable y sincero que se extendía mucho más allá de tus labios, por todo tu cuerpo, alcanzando, yo creo, incluso hasta la punta de los dedos, dibujando el aire de sonrisa con cada movimiento.
Nunca dejaste de sonreir. Tengo indeleble en mi memoria la huella de tu boca alegre que veía muy de cerca cuando nos besábamos, en aquellos ratos que pasábamos sin hacer otra cosa, como si nuestras lenguas se hubieran convertido en dos imanes en inevitable atracción, contra la que, también es cierto, poco hacíamos por luchar.
Siempre me gustó mucho que lo hicieras, pero no imaginaba cuánto hasta ahora que sé que, obligada a hacer las maletas antes de tiempo, un día cercano tendré que marcharme y no la volveré a ver más, y, lo peor, no me la volverás a dedicar a mí.
Me la llevaré como recuerdo, y, si me dejan un instante para despedirme, te haré prometerme que siempre seguirás sonriendo, y que, pase lo que pase, enseñarás a tu hijo a hacerlo igual, y que cuando venga a veros en las noches oscuras y silenciosas los dos me recibiréis con el alma sonriente y los ojos vivos, relucientes de mi recuerdo y del amor que aún os quedará de todo el que pienso dejaros.
Aunque lo tengo asumido aún me cuesta pensar en mi partida, y mientras en este silencio se sigue escuchando tu respiración pausada, yo, fundida en la oscuridad de la habitación, acabo entrando por tu boca para dejar dentro de tu cuerpo, muy cerquita de tu corazón, estas lágrimas que hoy no puedo reprimir.
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