B.S.O.: Nada valgo
Cansado, cruza los brazos sobre el bastón mientras mira los niños jugar en el parque. El día está soleado y muy agradable, pero hace tiempo que eso ya no le importa. Desde el día que la verdad había caído sobre él como una pesada losa, ya nada le importa. Una tristeza inmensa se apoderó de él en ese preciso instante, y ahora vive cada minuto con los ancianos ojos llenos de la culpa por lo que nunca hizo y de la pena por no poder volver atrás.
¿Cómo había tardado tanto en darse cuenta? ¿Cómo era posible pasar toda una vida en la ignorancia, en la ceguera más absoluta, en la más absurda cerrazón?
No sabía qué había sido, pero hacía pocos meses que, una tarde cualquiera mirando la calle desde su sofá, se había dado cuenta de todo. Fue como si alguien retirara por fin el velo que había cubierto toda su vida y él pudiera, por primera vez, verlo todo con claridad.
Había malgastado su vida.
La había tirado, como si fuera el envoltorio de la chocolatina que nunca pudo saborear, la había apartado de sí, la dejó en una esquina, resignado (no alcanzaba a saber por qué) a quedarse sin nada, a no disfrutar de nada.
Ahora lo repasaba todo una y otra vez, con el horror que le impedía hasta respirar, y veía cómo se colaba su vida entre sus dedos sin haber sido capaz de atrapar tan siquiera un segundo para sí.
Había obedecido a sus padres, había vivido donde ellos quisieron, estudió lo que le dijeron, tuvo los amigos que le aconsejaron. Se divirtió como estaba permitido, amó como mandaban las normas, se casó con quien le convenía, se comportó siempre como le habían enseñado. Fue siempre bueno, prudente, callado, obediente, humilde. Respetó a su esposa, quiso a sus hijos, se prohibió a sí mismo aquellos deseos que consideró inspirados por el mal. Se contuvo, se culpó, se castigó, rezó, pidió perdón siempre por todo, aunque él mismo no lograba perdonarse. Hizo siempre lo que hacía felices a los demás, nunca dijo no, nunca protestó por ello.
Se esforzó mucho. Creía que debía ser así.
Pero ahora esas personas a las que había dedicado su vida, aquellos a quienes tanto esfuerzo le había costado mantener la sonrisa complaciente, ya no estaban junto a él, y su ausencia ponía en dolorosa evidencia todo lo que no le habían permitido hacer, todo lo que él habría sido sin ellos.
Había pasado el tiempo caminando despacito alrededor de la casa, para no molestar, sin darse cuenta que dentro estaba la fiesta.
Se había perdido la alegría de conseguir lo que se quiere, la libertad de elegir, el golpe de equivocarse, la intensidad de amar donde te lleve el corazón, sentir la abrasadora pasión, querer, odiar, enfadarse, gritar, emocionarse, la diversión de saltarse las normas, el suspense de no saber si te pillarán, decir que "no" con convicción, decir que "sí" sabiéndose perdido... Se había perdido vivir.
Ahora se seca una lágrima con la mano temblorosa por la edad, incapaz de encajar que todo se haya acabado así, sin la oportunidad de volver atrás, y mira a aquellos niños que juegan en el parque.
Ellos tienen algo que a él le falta, algo que él cuidaría como al más preciado tesoro si le regalasen siquiera una mínima parte de lo que había desperdiciado en su vida, algo que ahora él desea con todas sus fuerzas que aquellos niños sepan aprovechar: tiempo.
¿Cómo había tardado tanto en darse cuenta? ¿Cómo era posible pasar toda una vida en la ignorancia, en la ceguera más absoluta, en la más absurda cerrazón?
No sabía qué había sido, pero hacía pocos meses que, una tarde cualquiera mirando la calle desde su sofá, se había dado cuenta de todo. Fue como si alguien retirara por fin el velo que había cubierto toda su vida y él pudiera, por primera vez, verlo todo con claridad.
Había malgastado su vida.
La había tirado, como si fuera el envoltorio de la chocolatina que nunca pudo saborear, la había apartado de sí, la dejó en una esquina, resignado (no alcanzaba a saber por qué) a quedarse sin nada, a no disfrutar de nada.
Ahora lo repasaba todo una y otra vez, con el horror que le impedía hasta respirar, y veía cómo se colaba su vida entre sus dedos sin haber sido capaz de atrapar tan siquiera un segundo para sí.
Había obedecido a sus padres, había vivido donde ellos quisieron, estudió lo que le dijeron, tuvo los amigos que le aconsejaron. Se divirtió como estaba permitido, amó como mandaban las normas, se casó con quien le convenía, se comportó siempre como le habían enseñado. Fue siempre bueno, prudente, callado, obediente, humilde. Respetó a su esposa, quiso a sus hijos, se prohibió a sí mismo aquellos deseos que consideró inspirados por el mal. Se contuvo, se culpó, se castigó, rezó, pidió perdón siempre por todo, aunque él mismo no lograba perdonarse. Hizo siempre lo que hacía felices a los demás, nunca dijo no, nunca protestó por ello.
Se esforzó mucho. Creía que debía ser así.
Pero ahora esas personas a las que había dedicado su vida, aquellos a quienes tanto esfuerzo le había costado mantener la sonrisa complaciente, ya no estaban junto a él, y su ausencia ponía en dolorosa evidencia todo lo que no le habían permitido hacer, todo lo que él habría sido sin ellos.
Había pasado el tiempo caminando despacito alrededor de la casa, para no molestar, sin darse cuenta que dentro estaba la fiesta.
Se había perdido la alegría de conseguir lo que se quiere, la libertad de elegir, el golpe de equivocarse, la intensidad de amar donde te lleve el corazón, sentir la abrasadora pasión, querer, odiar, enfadarse, gritar, emocionarse, la diversión de saltarse las normas, el suspense de no saber si te pillarán, decir que "no" con convicción, decir que "sí" sabiéndose perdido... Se había perdido vivir.
Ahora se seca una lágrima con la mano temblorosa por la edad, incapaz de encajar que todo se haya acabado así, sin la oportunidad de volver atrás, y mira a aquellos niños que juegan en el parque.
Ellos tienen algo que a él le falta, algo que él cuidaría como al más preciado tesoro si le regalasen siquiera una mínima parte de lo que había desperdiciado en su vida, algo que ahora él desea con todas sus fuerzas que aquellos niños sepan aprovechar: tiempo.
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