Marta

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Abro levemente los ojos mientras oigo trastear a mi madre en la cocina. Me pregunto qué hora será, y sólo tendría que levantar la cabeza unos centímetros de la almohada para ver los números digitales del despertador, pero no lo hago, y me quedo con la duda. Quizá sean ya más de las 11, porque no oigo la voz grave de mi padre, que siempre sale a esa misma hora para reunirse con sus amigos del centro social. En todo caso, qué importa. Nada cambiará para mí por ser una hora u otra, todas son iguales, agotadoramente iguales, como una sucesión infinita de hermanas clonadas que desfilan delante de mis ojos con la misma sonrisa absurda que me recuerda el poco sentido que tiene la vida. Mi vida.
He despertado con un brazo por encima de las sábanas, dejando al descubierto también mi hombro desnudo, y empiezo a sentir frío. Podría meterlo fácilmente bajo el edredón, y quedarme calentita un rato más en la cama, pero no me muevo, y me quedo con el hombro al aire, notando la piel cada vez más fría. Total, para qué. Tampoco estaría agusto con todo el cuerpo bien tapado, no es una cuestión de temperatura el mal que a mí me asola.
Ahora que mi mente ya está despierta del todo, cae sobre mí como una losa la terrible oscuridad de siempre, la enorme tristeza de todos los días, la inacabable soledad que no está a mi alrededor, como es lo normal, sino que sale de dentro de mí, de lo más profundo de mi alma, si la tuviera. Me siento vacía, tremendamente vacía, hueca, y muy cansada, agotada sólo con pensar en mover el más mínimo músculo de mi cuerpo... tanto que ya ni quiero imaginar el esfuerzo que me podría suponer salir de esta habitación y enfrentarme al mundo, a los ojos de la gente, tener que hablar, que comer, que respirar...
Siento los ojos hinchados de la noche anterior y recuerdo que he estado llorando hasta bien entrada la madrugada, hasta que esa pastilla que en mi desidia había olvidado tomar me hizo por fin efecto y quedé atrapada en un limbo extraño de sueño sin sueños que más parecía una pequeña muerte pasajera.
Aún así, parece que no se han cansado, y noto el escozor de las lágrimas abriendose paso por mi interior hasta alcanzar la pequeña salida por la que pretenden escapar todas a la vez... tan mal se debe vivir allá dentro. Y lloro. Otra vez. Desconsoladamente. Sin motivo. Sin ganas de parar nunca.
Lloro.
Y todavía no ha empezado el día.

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