Clara y los demás

Clara cruzó las piernas con un gesto de fastidio. No entendía por qué las cosas se habían puesto así, después de todo. Ella siempre había intentado que la discusión fuera por un cauce lo más amistoso posible, y, desde luego, civilizado. Había intentado imaginarse todo cuanto él pudiese llegar a decirle, y así se había entrenado en proporcionar siempre la respuesta más comedida, razonada, lógica y justa. Creía tenerlo todo bajo control, y así estaba siendo, hasta que apareció un elemento nuevo entre ellos, algo que nunca hubiese esperado, y que dio al traste con todas sus buenas intenciones.
Y es que lo que menos esperaba ella era que Juan se hubiese dado cuenta de sus verdaderos sentimientos. No creía que nunca la hubiese podido pillar renunciando, aunque fuera mínimamente, a su compostura. En absoluto era consciente de que alguna mirada, una leve sonrisa, el más mínimo gesto pudiese desvelarle a él, de común tan despistado y poco observador, que hacía tiempo que su corazón había desviado la dirección de sus suspiros, que sus sueños tenían ya otro protagonista.
Y ahora ella, después de imaginar una escena en la que elegantemente se resistía a los amorosos ruegos del que fue su novio hasta entonces, se encontraba tartamudeando con torpeza mientras trataba de idear la forma imposible de justificarse, ridícula, avergonzada como una niña que había sido pillada in fraganti en la travesura.

Agachó la cabeza cuando notó que las lágrimas comenzaban a quemarle los ojos, justo en el mismo momento en que el camarero se acercó para traerles el segundo café de la tarde. Juan sacó un billete del bolsillo de su pantalón y se lo entregó al chico, que se alejó desplazándose con rapidez por la sala de la cafetería, esquivando con destrezas las mesas llenas de gente. Con la misma rapidez, se metió detrás de la barra y le dio el billete a su compañero, para que éste se encargase de devolverle el cambio a los clientes de la mesa 8. Llevaba todo el día queriendo llamar a Ana, ya eran las 7 de la tarde, y no sabía si resistiría un minuto más sin hacerlo. Sentía una necesidad imperiosa de oír su voz una vez más, quería escucharla pronunciar su nombre, sentir por un sólo instante que no se había ido, que no estaba a miles de kilómetros de él, que era cierto lo que ella le había jurado sólo una semana antes mientras le abrazaba en el aeropuerto, sin soltar aquella maldita tarjeta de embarque que significaba su adiós definitivo. Ella le había dicho que jamás se olvidaría de él, y que, por muy lejos que estuviese, siempre sería suya.
Pero él no podía evitar dudarlo. Tenía una sensación desagradable de pérdida, de fracaso, de abandono. En aquel lejano momento sus palabras, aunque no lograron consolarle por completo, al menos sí transformaron aquel instante triste en algo romántico, como la escena final de una bonita película de amor.
Pero ahora, tras haber vuelto a su vida y haber comprobado que ella ya no estaba en cada cosa que hacía, en cada lugar que visitaba, sentía que aquella promesa no era suficiente. Necesitaba su presencia junto a él, y menos que eso nunca jamás le conformaría.
Maldita burocracia, maldita familia, maldito mundo cruel, maldito destino que jugaba a hacerles ser imprescindibles el uno para el otro para luego separarles fríamente y sin piedad.

Carlos soltó la bayeta con la que estaba limpiando la barra, y se echó la mano al bolsillo de la chaqueta en el que guardaba el móvil. Notó el contacto suave y frío de su cubierta metalizada, y lo apretó con fuerza sin sacarlo de allí. No podía llamarla otra vez, tenía que dejarla vivir, tenía que ser fuerte, o la destrozaría. Lentamente, abrió la mano y soltó el teléfono, mientras se dirigía con la mirada más triste que nunca a escuchar lo que le decía un hombre de bigote poblado y pequeños ojos grises que se había acomodado al otro lado de la barra, y que depositó una enorme y pesada maleta sobre el taburete de al lado con gesto cansado. El hombre pidió un café, sólo y con mucha agua, y se frotó repetidamente la barbilla con una mano gruesa y callosa, como la que debía tener un hombre de campo. Miró nerviosamente a su alrededor. Si ella no venía, no sabía qué podría hacer... No quería ni imaginarlo, ahora que lo había dejado todo por reunirse con ella, por conocerla por fin, después de tanto tiempo de hablar sin haberse visto, de haber llegado a quererse sin haber escuchado su voz.

Y se había liado la manta a la cabeza, como le decía siempre su madre que acabaría haciendo por "cualquier pelandrusca que le camelase", y había vendido sus terrenos en el pueblo para tener algo que ofrecerle, para no presentarse ante ella con las manos vacías.
Y ahora la esperaba allí sentado, tomando un café con manos temblorosas en aquella cafetería junto a la estación, con la maleta llena de esperanzas y mucho miedo en el corazón. Mucho miedo en un rinconcito de ese corazón que de pronto cabalgaba como loco, justo al lado de la cantidad inmensa de amor que había ido atesorando durante todo ese tiempo de noviazgo por correspondencia.

Ella le había prometido que iría. Pero... ¿y si no cumplía? Pedro miró nuevamente a su alrededor, más nervioso aún que un minuto antes, y otra vez se rascó con insistencia la barbilla. Se estaba haciendo tarde. En realidad ya era la segunda vez que entraba en aquella cafetería dichosa, pero ella no aparecía. Se giró hacia la puerta y le preguntó la hora a una jovencita que fumaba mirando distraídamente hacia la calle. Llovía como hacía meses que no lo hacía, y la gente corría, sorprendida por el chaparrón, tratando de encontrar cobijo bajo el toldo de cualquier tienda. Como ella también había corrido, atravesando la calle casi sin mirar, para acabar entrando en aquel café concurrido de la esquina junto a la casa de Manu. Otra vez él no estaba en casa. Y otra vez tenía apagado el teléfono móvil. Otra vez ella se había quedado sola y callada en medio de la calle, sin saber qué hacer, sin querer enfrentarse a la terrible verdad de su indiferencia, de su desamor. Otra vez esperaba de pie, en la acera, mirando atentamente la puerta de su portal, la ventana de su salón, la esquina de abajo de la calle, con los ojos muy abiertos y el gesto triste, como un perrillo de esos al que su dueño deja atado a una farola mientras entra en un bar a tomar tranquilamente un café y leer el periódico del día.
Fumaba con ansia mientras miraba la calle, la lluvia golpeando los cristales, sin quitarse la chaqueta mojada, dejando gotear el agua que se le escurría por la cara desde la punta de la nariz directamente al cigarro encendido que se iluminaba en su boca.

Nadie como ella en el mundo sufría por amor...

Comentarios

Gemma ha dicho que…
Ciertamente, cuesta reconocer que los demás sufran más que uno. Yo creo, además, que el sufrimiento es un sentimiento malísimo (¿peligroso?, ¿insano?) por egocéntrico; que convierte a la gente en víctima hasta llegar, a veces, a desquiciarla. En fin (estaba hoy algo filosófica)...
Un abrazo
Dardo ha dicho que…
Pero ¿cómo no van a sufrir en esta Cafetería del "Desencuentro"?. Clara que se la pega a Juan. El Camarero que duda de su Ana. El del bigote que le dan doble plantón; y para terminar esa de la que pasa Manu.

Pero estoy con Mega es peligroso un sufrimiento egocéntrico.

Clara resulta ser una pequeña sádica. Oiga; que le diga a Juan de una vez que le importa un rábano. Hubiera sido más bruto, pero más honrado.

Que alguien le diga al camarero que Ana no va a volver jamás.

Que otro le señale al del bigote que ya lo han visto en esa cita a ciegas y no se han atrevido a decirle que es ni con todo el oro del mundo se iría con él.

Y a la preterida de Manu que no merece la pena que se obsesione por quien la desprecia así.
Rocío Rico ha dicho que…
... y ya está... todo solucionado.
Oye, que si pones un bar me avisas ¿vale?

Quien más y quien menos, todo el mundo sufre ¿no?
Dardo ha dicho que…
Ja,ja. No te enfades apreciada Leg. Claro que todo el mundo sufre, sufrimos. Pero es todo un reto, que tenemos o que deberíamos tener, el no desgarrarnos. El superar todo esto.

Lo cierto es que ante una mismo hecho no todo el mundo reacciona igual. Unos lo superan y otros no. A mi me importan los que no lo superan, porque añaden desgracia a la desgracia inicial. Crean como un círculo vicioso.

Lo que he querido decir es que con frecuencia se superan mejor ciertos estados, no con paños calientes, sino con auténticas duchas frías que te hagan salir de ciertos círculos viciosos.

No sé; hay gentes que superan verdaderos problemas graves y otros que se enquistan en pequeñeces y a la fuerza las hacen grandes.

¡No pienso dedicarme a la hostelería!. Es algo muy duro y para lo que hay que tener algo de psicólogo.
Rocío Rico ha dicho que…
No me enfadé, Dardo, en absoluto.

No sé cómo evitar parecer enfadada a veces cuando realmente no lo estoy para nada.

No sé cómo sonreir por escrito.
Freia ha dicho que…
¡Qué desazón producen las historias de desamor! ¿verdad? Es como vernos reflejados a nosotros mismos en algún momento, más o menos lejano, en que sentimos esa misma sensación de desvalimiento, de dolor... ¿Sabes?...Nunca se olvida del todo, aunque se haya dejado de sufrir, porque leer relatos como el tuyo provocan una cierta punzada de nostalgia y de dolor... pero son hermosos.

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