Frío


Y de repente cae una oscuridad sobre mí, que sé que no es la noche porque son las tres de la tarde, pero es negra y opaca, lúgubre, extensa y tenaz como ella. Y se hace el silencio. Un silencio fúnebre que no rompen ni los grillos ni el viento removiendo las copas de los árboles. Es un silencio total, como si esa oscuridad que no es noche pusiera sus manos inmensas sobre mis orejas y apretase fuerte, y yo ya sólo pudiese notar el latido de mi corazón reverberando en mi cabeza como el tambor que marca el ritmo en las galeras. Remad, remad, remad… Y nada más. Porque no hay nada más entonces, ya nada importa, no pienso nada, no veo, ni oigo, ni sé, ni recuerdo. Nada. Y esa nada me atraviesa el espinazo como un frío helador que va dejando su manto blanco desde mis entrañas hacia fuera. Y cuando llega a mis labios sólo deja escapar un vaho blanquecino que susurra tu nombre.

Y es así, no lo puedo evitar, siempre, siempre, siempre que tú te vas.

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