Rocío

Cuando encontramos al animal un sólo vistazo nos dejó claro que su historia había sido una pesadilla de dolores, traiciones y miedos. Tenía una pata coja, varias calvas de pelo a lo largo de su cuerpo, y una oreja inmóvil; además de eso, estaba tan flaco que su manto atigrado sin brillo se pegaba a sus huesos enseñando claramente cada una de sus costillas, y llevaba colgando del collar de pinchos de castigo una gruesa cadena como prueba definitiva de que su soledad había sido realmente escogida, además de su verdadera garantía de seguir con vida. Pero lo que más me impresionó fue su mirada. Aquellos ojos te miraban y te hablaban, te decían que había sufrido mucho, te pedían por favor que no le hicieses más daño, te contaban la de noches, días eternos, que habían pasado frente a él sin conseguir entender ningún por qué, aquellos ojos eran los de alguien que había vivido mucho, y había perdido muchas veces las ganas de vivir.
Lógicamente recelaba mucho de nosotros, así que no se acercó hasta que le ofrecimos un buen trozo de carne, y su estómago le gritó que merecía la pena el riesgo. Una vez cerca, no fue fácil ganarse su confianza. Las manos humanas eran para él armas peligrosas, y reaccionaba ante su visión como cualquiera de nosotros reaccionaría si fuera encañonado por un rifle. Demostrarle con hechos que mis manos eran una fuente de amor y no de odio me llevó casi una semana, pero no olvidaré jamás el día que por fin pude tocar con mis dedos su piel seca y rala, y en sus ojos temerosos pude ver que acababa de descubrir lo que era una caricia.
Como era de esperar, después de un momento de desconcierto, pidió más, y por primera vez desde que yo le conocía movió su cola confirmando que aquello era lo que quería para el resto de su vida.

El resto de su vida le bastó para entender que yo había sido un día como él.

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