Té, con una nube

Puedes pasar si quieres, la puerta está cerrada siempre pero te he dejado una llave bajo el felpudo para cuando quieras entrar. No se lo digas a nadie, no suelo hacerlo a menudo y habría quién podría llegar a ofenderse.
Antes tenía siempre abierto. Mi casa estaba permanentemente de par en par, y cualquiera que pasaba por delante podía curiosear desde fuera y entrar en cualquier momento, hasta la cocina, como se suele decir. Pero me cansé de visitas indeseadas e indeseables, de personas ociosas que entendían mi ofrecimiento como una diversión a su completo antojo, de seres absurdos que se excedían en su confianza y llegaban incluso a faltar al respeto a esta humilde y bienintencionada aprendiz de anfitriona.
Entonces decidí comprar un cerrojo, y dos, y tres. Y me di cuenta que el ser humano es extraño, porque valora mucho más aquellas cosas a las que no puede acceder, lo que le es negado o prohibido. Un hombre pasa de largo con desprecio ante una puerta abierta, y se detiene con verdadero interés o deseo si encuentra una cerradura atrancada, una valla con candado, un cartel de prohibido el paso.
Reconozco que, cansada de las tropelías de mi época de puertas abiertas, llegué alguna vez, sólo por diversión, a preguntar a algún visitante a través de la escueta mirilla con acento misterioso cuál era la contraseña para poder entrar. Cierto, no existía tal contraseña, y no me avergonzaba como hubiera debido tener al pobre incauto al otro lado intentando acertar con la clave, con el corazón en un puño y aquellos brillantes ojillos de cordero degollado.
Pero a ti te he dejado una llave bajo el felpudo.
He ido al cerrajero y he hecho una copia con tu nombre, con la ilusionada desconfianza de quien extiende una mano temblorosa para acariciar a un cachorro de tigre. La puse ahí, bien escondida, sólo para ti, y me senté en la cocina a tomar una taza de té, con la cabeza apoyada sobre el puño semicerrado y los ojos perdidos en la escayola del techo, mientras imaginaba toda clase de consecuencias desastrosas a mi amable y confiado gesto.
Puede que no vengas, que una vez que sepas que tienes la llave pierdas el interés y prefieras hacer cosas más interesantes, como hacer sopas tirando piedrecitas en el río, y yo me dé cuenta de que el tiempo pasa aquí en mi cocina, con la cabeza apoyada sobre el puño semicerrado y mi taza de té, sin que aparezcas, y en tu lugar venga a instalarse, de vacaciones, mi vieja amiga la desilusión.
O peor, puede que vengas, y te tomes confianzas que no te he dado, y entres y salgas, y pongas las botas llenas de barro sobre la mesa, y te limpies la nariz con el mantel, y hables a voces mientras leo, y te vayas cuando te plazca sin darme explicaciones, y me contestes con desdén que he sido yo la que te invité si se me ocurre un día intentar hablar contigo del problema.
Pero en la vida todo son riesgos, todo es saltar sin saber qué te espera al otro lado, sin saber siquiera si realmente hay agua en la piscina. Y, a pesar de las cicatrices, yo soy una jugadora nata, y además con cierta tendencia al órdago, aunque sea de farol; y te confieso que en el fondo me divierto lamiéndome las heridas, y he de reconocer que le he cogido el punto a mi amiga la desilusión, que, si la conoces bien, es una cachonda y acabamos siempre de risas.
Así que ayer eché unos euromillones, y hoy he dejado una copia de mi llave con tu nombre bajo el felpudo.
Y aquí estoy, tomando el té.

Comentarios

Entradas populares