Nadir


Un día él le confesó la verdad, y desde entonces nada volvió a ser igual. Todo el pueblo estaba en fiestas, y, protegido por la mezcla informe de músicas de las atracciones, con nocturnidad y alevosía, la llevó a un lugar apartado y le contó lo que sentía con la naturalidad de quien recita ante el tendero la lista de la compra.
Tenía los ojos de mil colores y la sonrisa más pícara que había visto ella, y, aunque nunca antes se había fijado realmente en él, de pronto, en aquella semioscuridad parpadeante por las bombillas de colores de la verbena, sintió la extraña necesidad de ser quien provocase esa sonrisa para siempre.

Después de aquella noche pasaron muchos días, y luego se convirtieron en años. Al principio ella no era libre, después no lo era él. Pero nunca importó, porque todo ese tiempo pasaba junto a ellos casi sin rozarles, y, a pesar de que no se viesen en siglos, siempre parecía que entre ellos fuese aquel primer día y que se hablasen por primera vez, con la dulce promesa de lo que va a suceder a continuación, con la seguridad de que su historia estaba aún por escribir.
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