Arturo

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Arturo no se ríe si no es por algo muy especial.
Tiene la frente marcada con un complejo entramado de surcos, más profundos cada año que pasa, surgidos de ese deliberado esfuerzo por contener la risa, por hacer parecer a su rostro siempre grave y solemne. Siempre serio.
Sus labios se hallan permanentemente constreñidos en un gesto de tensa contención, haciendo su boca absurdamente pequeña a la vista y sus labios finos y en ocasiones teñidos del extraño color blanquecino que les provoca el aumento de presión que ejerce sobre ellos cuando de pronto encuentra algo que le desagrada.
Su nariz suele estar también arrugada, en un gesto que parece como si a su alrededor siempre oliese mal.
Sus manos tienen la costumbre de ir crispadas, enroscadas una a la otra sobre su prominente barriga, pero no en relajado reposo ni jugueteando para entretenerse, no. Siempre sujetándose con fuerza mutuamente, como si echasen un pulso silencioso del que no descansan jamás.

Arturo camina recto y solemne, con la espalda tan erguida que parece inclinada hacia atrás, con los hombros tan rectos que cualquiera diría que se ha podido dejar puesta la percha en su impecable chaqueta americana. Avanza lento y parsimonioso, con la mirada fija en el frente y el cuello estirado, casi como si fuese la imagen altiva e imponente de una procesión, llevada en alzas por 20 esforzados penitentes de la cofradía de la Santísima Seriedad.

Por eso me sorprendió aún más cuando el otro día le encontré en el parque, sentado en un banco leyendo el periódico con una ceremonia tal que más bien parecía estar redactando una nueva versión de la Constitución, por lo menos, y mi sobrino de 3 años interrumpió de pronto su lectura para enseñarle el nuevo reloj digital con luz y alarma que lucía orgulloso en su diminuta y rechoncha muñeca.
Antes de que yo pudiera lanzarme sobre él, asustada por la posible reacción de tan mal escogido interlocutor, Arturo le miró, iluminado de pronto por un resplandor extraño que jamás le había visto, y se interesó durante unos minutos por el funcionamiento de semejante prodigio de la tecnología, dirigiéndose al niño con una voz suave y tierna que no parecía posible que procediese de su garganta.

Cuando mi sobrino, el hacedor del milagro que acababa de presenciar con mis propios y atónitos ojos, se dio la vuelta corriendo y desapareció entre la marabunta de niños que gritaban con los bocadillos en la mano, Arturo me miró con su cara grave y seria de siempre para darme las buenas tardes.
Pero en sus ojos aún quedaba un resto de travesura, de alegría infantil, en forma de brillo especial.
De hecho, algo en su mirada parecía estar pidiendo ayuda.
Algo detrás de esa estudiada pose.

Y después, Arturo, sin más, con su habitual gesto adusto, continuó leyendo el periódico, mientras yo me alejaba, extrañada, inquieta, mirándole aún de reojo sin poder entender nada.

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