Ana


Se llevó las manos temblorosas al rostro mientras una dulce sonrisa aparecía lentamente en él, justo detrás de la sensación de incredulidad que aquel trozo de papel le había traído.
Si rebuscaba en su memoria no alcanzaba a comprender cómo había sido posible aquello. Tan solo unos años, tan pocos como veloces, se interponían entre el día en que aquella abultada tripa se convirtió en la puerta al mundo de un precioso bebé, centro de su universo desde entonces, y este amanecer en que la historia se repetía y su niña le comunicaba la llegada del fruto de sus propias entrañas.

Entonces era tan sólo una niña, asustada y perdida en medio de ese mundo extraño e inquietante que era el pequeño pueblo francés que la había visto nacer, y a su madre también, y a su abuela.
El mismo pueblo cuyas gentes, de tan rectas y antiguas convicciones, aprendieron poco a poco a comprender y perdonar su carácter rebelde, su pensamiento diferente, su pintoresca forma de vestir. En definitiva su estilo de vida, libre e improvisado, pero melodioso, como aquel pequeño violín que escuchaban sonar cada tarde desde el interior de la escuela, cuando las clases ya habían acabado, contándole a todos lo que de bueno tenía en realidad el fondo de su alma.

No pudo evitar un escalofrío que recorrió su cuerpo de extremo a extremo, sin olvidar un solo recoveco, y se concentró en el esfuerzo de organizar todo su mundo, el de dentro y el de fuera, en pos de un único y fundamental nuevo objetivo: no parar de correr hasta encontrarse junto a su pequeña.

“Ya es primavera en La Plata, mamá, –le decía la letra menuda de su hija– te va a encantar cómo suena ahora la ciudad”. Pero con las ganas que tenía de verlas, nada podrían escuchar sus oídos más que el arrullo de la suave nana que ahora ponía la música de fondo a su corazón enternecido.

Aún con manos torpes e inseguras, se dispuso a recoger la pequeña mesa de centro, con los restos del que seguramente fue el café más corto de la historia, y murmuraba entre dientes una desordenada lista de cosas que le quedaban por hacer antes de sentarse en el avión que la transportaría en unas horas directamente, aunque con escalas, a su nueva condición de abuela.

Una hora y media, tres llamadas atropelladas, y dos pequeñas maletas después, Ana cerraba tras de sí la pesada puerta de madera de su casa, sorprendida por notar que aún no había desaparecido la misma dulce sonrisa de su rostro.

Comentarios

Freia ha dicho que…
Cerrar el círculo con una hermosa y larguísima sonrisa.
Me ha gustado la entrada Leg. Sobre todo por el optimismo a prueba de todo que destila.
Un abrazo
NáN ha dicho que…
El tiempo. Requiere de nosotros resistencia, para mantenernos sólidos.
Un tierno relato que deja mejor que como estabas.

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