Anselmo
El tío Anselmo se agarraba siempre la barriga cuando reía. Él decía que
era por si salía una carcajada más fuerte y se le escapaba un puñado de
metralla que aún guardaba de cuando la guerra. Yo no sabía si creerle
mucho, pero siempre contaba cómo había llegado a un hospital de campaña
con medio intestino fuera, y que como no había tiempo, una enfermera se
lo había metido como había podido y le había bordado encima una flor.
Como al final parece que funcionó el apaño, el médico
dijo que mejor dejarlo así, y mi tío le pidió en matrimonio a aquel
ángel de la guarda con cofia y delantal impolutos que hacía milagros con
la prisa y las manos. Claro, siempre había quien le preguntaba por la
flor, desencantado al ver bajo la camisa sólo una triste cicatriz
hundida y arrugada como un cráter de la luna, y él contestaba siempre
que se le había caído con la pena cuando la enfermera le dijo que no.
Yo me pasaba horas repasando con mi tío Anselmo cada una de las cicatrices de su viejo cuerpo maltratado, y, aunque me las sabía de memoria, me encantaba oír la historia de cada una de ellas.
Esta es de cuando un ladrón trató de robarle el collar de perlas a mi hermana Margarita, y le lancé un guante y nos batimos en duelo al amanecer, él con un pistolón, y yo con un garbancero que me prestó tu tío Luisito.
Esta es de cuando viajamos ultramar y nos atacaron unos piratas que sólo bebían té helado.
Esta es de una vez que gané una medalla olímpica en atletismo y al segundo, un italiano pequeño y bizco, le dio tanta rabia que me golpeó con su ridícula copa de latón.
Y así seguía, una tras otra, señalando cada cicatriz e inventando una disparatada historia de cada una de ellas.
Mi madre le reprendía, y me decía a mí que no le escuchara, que eran todas de las calles y de la mala vida, y torcía el gesto como cuando olía el aceite de ricino que nos daba siempre para el dolor de estómago, pero mi tío Anselmo, que la quería mucho, no se ofendía, y se reía a carcajadas, sujetándose otra vez la barriga, y le guiñaba un ojo mientras me decía “adoro cada una de estas cicatrices… y si no ¿qué iba yo a contarle las tardes de lluvia a mi sobrino preferido?”.
Yo me pasaba horas repasando con mi tío Anselmo cada una de las cicatrices de su viejo cuerpo maltratado, y, aunque me las sabía de memoria, me encantaba oír la historia de cada una de ellas.
Esta es de cuando un ladrón trató de robarle el collar de perlas a mi hermana Margarita, y le lancé un guante y nos batimos en duelo al amanecer, él con un pistolón, y yo con un garbancero que me prestó tu tío Luisito.
Esta es de cuando viajamos ultramar y nos atacaron unos piratas que sólo bebían té helado.
Esta es de una vez que gané una medalla olímpica en atletismo y al segundo, un italiano pequeño y bizco, le dio tanta rabia que me golpeó con su ridícula copa de latón.
Y así seguía, una tras otra, señalando cada cicatriz e inventando una disparatada historia de cada una de ellas.
Mi madre le reprendía, y me decía a mí que no le escuchara, que eran todas de las calles y de la mala vida, y torcía el gesto como cuando olía el aceite de ricino que nos daba siempre para el dolor de estómago, pero mi tío Anselmo, que la quería mucho, no se ofendía, y se reía a carcajadas, sujetándose otra vez la barriga, y le guiñaba un ojo mientras me decía “adoro cada una de estas cicatrices… y si no ¿qué iba yo a contarle las tardes de lluvia a mi sobrino preferido?”.
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