Elena

En aquella época yo siempre bajaba por la cuesta cuando empezaba a caer la noche.
Iba de puntillas, intentando no hacer ruido sobre la gravilla para que tu padre no se percatara de mi presencia y no te mandase entrar en casa. Para que no me echase aquella mirada retadora que tantas veces imaginé borrar de su cara, con alguna especie de superpoder, eso sí, porque estaba claro que mi enclenque cuerpo adolescente nada podría hacer frente a uno sólo de los brazos de aquel hosco hombre del campo que custodiaba los tesoros de su casa poniendo a dos patas una vieja silla de madera maciza y con sus inmensas botas cruzadas sobre la barandilla del porche.
Yo bajaba de puntillas, canturreando alguna canción de Springsteen, con mis playeros de tela y una hierba larga colgando de la comisura de mis labios, empezando ya a notar en la distancia tus besos con sabor a chicle de fresa y el intenso olor a cloro de la piscina de la piel de tus hombros y tu cuello.
Yo bajaba volando con las alas que me daba saber que estabas allí, y tú me esperabas en el camino de detrás de tu casa, entre los setos que ocultaban el inmenso jardín a los ojos curiosos de los paseantes, y yo me abalanzaba sobre ti sin ser jamás capaz de cumplir mi eterna promesa de acercarme despacio, mirarte como haría Steve McQueen, y recoger tu cuerpo casi desmayado de emoción entre mis brazos para darte un largo y profundo beso en los labios. En lugar de eso llegaba tropezando por el ímpetu de mi inexperiencia y te cubría de besos torpes y húmedos, y te pisaba los pies sin querer y te deshacía la coleta, y luego teníamos que pasarnos media hora entre risas buscando a tientas un prendedor o un lazo del pelo para que no delatase nuestro encuentro furtivo.
Sí, me volvía torpe, muy torpe, pero luego guardaba en mi memoria cada beso, cada mirada, cada suspiro, y al recuperarlos al día siguiente siempre se volvían tiernos, pausados, lentos, y maravillosamente largos, y mis manos olían durante mucho rato al cloro de tu piscina, y mis labios saboreaban durante horas tus chicles de fresa ácida, y yo volvía a casa contento, con las manos en los bolsillos, relamiéndome una y otra vez mientras sonreía de medio lado al recuerdo de la cara de tu padre mirándome en el porche de tu casa.

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