Aitor
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Vestido de negro, con el chándal grueso y la camiseta más grande que tenía, con la gorra de béisbol calada hasta las orejas y las gafas de sol como parapeto desde el que esconderse del mundo que le rodea, Aitor cumple sólo a medias su propósito de pasar desapercibido, puesto que aún hay quien tuerce la cabeza para mirarle pasar ataviado de esa guisa.
Pero él no se inmuta.
Siente que lleva puesta su "capa de invisibilidad", y así, no camina, se desliza entre la multitud que puebla la acera aguzando todos sus sentidos para encontrar una presa apetitosa que llevarse al zurrón.
Es una mañana estupenda de "caza". El sol de otoño brilla sobre las hojas amarillentas de los árboles creando una ilusión de calor que no es del todo real, pero que engaña lo suficiente. Las mujeres salen a la calle con sus camisetas de verano, aún sin resguardarse bajo el oscuro cobijo de las medias y las botas, no resignadas todavía a esconder la piel morena, fruto de tantas horas durante el verano al sol.
Pasan junto a él, parecen no verle, pero casi no le esquivan, le rozan, incluso le miran, coquetas y provocadoras. Le incitan. Le provocan. Una niña le sonríe, y Aitor siente que es la señal de que el juego comienza. Todas fingen no darse cuenta, pero en realidad le consienten el capricho porque están deseosas de participar con él, en el fondo les gusta, les divierte, salen a la calle buscándole, como él a ellas, y no piensa defraudarlas.
Las mujeres son malas como el demonio. Si sus hombres supieran cómo se le insinúan, cómo le piden con cada simple movimiento, con cada poro de su cuerpo, que juegue con ellas...
Esboza una mínima sonrisa mirando a la chica que se acaba de colocar junto a él. No debe pasar de los 20, es delgada y morena y viste un escuetísimo pantalón cortado a tijera y una camiseta con encajes en los finos tirantes. Se ha parado a rebuscar en su bolso justo cuando un soplo de aire fresco acaba de sacudir aquella esquina de la calle, y su piel se ha erizado, morena y brillante, como llamándole a cumplir su misión. Aitor se ha quedado petrificado delante de ella, y observa excitado el milagro del frío viento en sus pequeños pezones. Aquello no puede ser casual. No lo es, de hecho, es un magnífico regalo de esa jovencísima aprendiz de Jezabel, que es ya capaz de desplegar toda su magia y su encantadora brujería para lograr ser su compañera, su musa, durante tantas noches como fuerzas logre acumular él.
La chica deja el bolso y, fingiendo no verle, estira su espalda haciendo resaltar sus pechos provocadores. Mientras pasa junto a él con el fuego del infierno en la sonrisa de su mirada, Aitor aún trata de controlar una erección, y piensa "gracias, muchas gracias, nena".
El aparato móvil en su bolsillo, agotado de hacer fotos bajo su mano resudada, lanza un débil pitido como señal de que apenas le queda ya tan sólo un pequeño resto de batería.
Vestido de negro, con el chándal grueso y la camiseta más grande que tenía, con la gorra de béisbol calada hasta las orejas y las gafas de sol como parapeto desde el que esconderse del mundo que le rodea, Aitor cumple sólo a medias su propósito de pasar desapercibido, puesto que aún hay quien tuerce la cabeza para mirarle pasar ataviado de esa guisa.
Pero él no se inmuta.
Siente que lleva puesta su "capa de invisibilidad", y así, no camina, se desliza entre la multitud que puebla la acera aguzando todos sus sentidos para encontrar una presa apetitosa que llevarse al zurrón.
Es una mañana estupenda de "caza". El sol de otoño brilla sobre las hojas amarillentas de los árboles creando una ilusión de calor que no es del todo real, pero que engaña lo suficiente. Las mujeres salen a la calle con sus camisetas de verano, aún sin resguardarse bajo el oscuro cobijo de las medias y las botas, no resignadas todavía a esconder la piel morena, fruto de tantas horas durante el verano al sol.
Pasan junto a él, parecen no verle, pero casi no le esquivan, le rozan, incluso le miran, coquetas y provocadoras. Le incitan. Le provocan. Una niña le sonríe, y Aitor siente que es la señal de que el juego comienza. Todas fingen no darse cuenta, pero en realidad le consienten el capricho porque están deseosas de participar con él, en el fondo les gusta, les divierte, salen a la calle buscándole, como él a ellas, y no piensa defraudarlas.
Las mujeres son malas como el demonio. Si sus hombres supieran cómo se le insinúan, cómo le piden con cada simple movimiento, con cada poro de su cuerpo, que juegue con ellas...
Esboza una mínima sonrisa mirando a la chica que se acaba de colocar junto a él. No debe pasar de los 20, es delgada y morena y viste un escuetísimo pantalón cortado a tijera y una camiseta con encajes en los finos tirantes. Se ha parado a rebuscar en su bolso justo cuando un soplo de aire fresco acaba de sacudir aquella esquina de la calle, y su piel se ha erizado, morena y brillante, como llamándole a cumplir su misión. Aitor se ha quedado petrificado delante de ella, y observa excitado el milagro del frío viento en sus pequeños pezones. Aquello no puede ser casual. No lo es, de hecho, es un magnífico regalo de esa jovencísima aprendiz de Jezabel, que es ya capaz de desplegar toda su magia y su encantadora brujería para lograr ser su compañera, su musa, durante tantas noches como fuerzas logre acumular él.
La chica deja el bolso y, fingiendo no verle, estira su espalda haciendo resaltar sus pechos provocadores. Mientras pasa junto a él con el fuego del infierno en la sonrisa de su mirada, Aitor aún trata de controlar una erección, y piensa "gracias, muchas gracias, nena".
El aparato móvil en su bolsillo, agotado de hacer fotos bajo su mano resudada, lanza un débil pitido como señal de que apenas le queda ya tan sólo un pequeño resto de batería.
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