Jose

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Me lo encontré sentado a la puerta del súper, a medio camino entre mi casa y la estación de autobuses.
Llevaba ropa vieja, sucia y rota, y un aspecto desaliñado muy acorde con la tarea a la que se encontraba entregado.
Tenía el pelo muy largo y enmarañado, una barba larga y sucia, muy descuidada, botas rotas y desgastadas. Llevaba unos extraños mitones que le daba un toque un tanto anacrónico, quizá incluso romántico, como si fuese un personaje de un cuento de Dickens.

Pedía limosna, sí, pero su gesto no era triste.
Miraba a su alrededor con naturalidad, asomando su alma a unos ojos increíblemente azules, y vivos, y con muchas ganas de reir.
Estaba sentado con ese gesto natural y distraído, como quien no quiere la cosa, como demostrando que pedir no es ninguna indignidad para él, como defendiendo el papel que le había tocado desempeñar y queriendo mostrar su cara más alegre a un mundo que ya es bastante gris incluso para el que lo tiene todo. O quizá en especial para el que lo tiene todo.

A mí me conmueve enormemente la brillantez de algunas personas. Ese toque de genialidad que descubro a veces en los demás y que me hace admirar lo que pueden ser capaces de crear sus mentes. La imaginación me conquista, no lo puedo evitar.

A sus pies aquel hombre había colocado una libreta de tamaño cuartilla, abierta como una tienda de campaña, y en ambos lados de la misma podía leerse la misma frase, escrita cuidadosamente, sin faltas de ortografía, con letras adornadas y coloreadas a mano, con buen pulso y mejor gusto.
Decía, simplemente,: "Los ricos no van al cielo".

No sólo fue el atisbo de genialidad que desvelaba ese gesto, sino que además fuese unido a cierto toque de rebeldía, como si no sólo quisiese pedir, sino lanzar también su discurso al mundo, aprovechar para reirse de él, burlarse con ironía de todo lo absurdo que nos rodea.

No me pude resistir, y, mientras él aguantaba con una sonrisa paciente la reprimenda de un señor mayor que también había leído su mensaje, me volví para rebuscar en mi bolso algo para darle.

Cuando lo encontré y le tendí la moneda, me miró, aliviado de haberse librado del agraviado viandante, y la cogió mientras me decía, sin perder un segundo la sonrisa y esos ojos juguetones, "gracias, guapa. Cásate conmigo y me harás muy feliz".

Nos reímos los dos de la ocurrencia, y seguí mi camino al trabajo con la extraña sensación de que la vida era realmente menos complicada de lo que siempre me había parecido.

Le había dado 1 euro, y pensé que habría merecido mucho más, por regalarme dos sonrisas a esas horas de la fría mañana. El mejor complemento que podía lucir para comenzar un día como aquel.
Quizá hubiera podido darle más, y a punto estuve de dar la vuelta para hacerlo, pero decidí dejarlo así... a fin de cuentas... ¿quién quiere ir al cielo?

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