Estela
.
Me mira, orgullosa de sus palabras, de sí misma, casi parece incluso desafiante, mientras me sonríe con un deje de condescendencia.
No sé cómo lo hace, pero consigue que, a pesar de ser yo la que está tras la lupa engañosa de la imponente mesa de despacho, y del obstáculo físico que supone su corta estatura, parezca misteriosamente que su mirada se posa en mí desde las alturas.
Estela habla de sí misma como de un semi-dios. Explica, pausadamente y con comprensiva paciencia, todos los porqués de este mundo, y asegura abierta y tranquilamente ser poseedora de la verdad.
Y lo dice con tanta naturalidad que me he sorprendido pensando si no será cierto que lo es.
Estela expone claramente sus encantos, todo lo que en ella ve brillar, que no es poco, y alza las cejas con asombro porque no se explica cómo es posible que los que le rodean no sean capaces de verlos también. Eso la enfada, es evidente. La mediocridad la agota, me aclara con un teatral gesto de hastío.
Paso las horas frente a ella, escuchándola mientras espero a cada minuto un paréntesis de falsa modestia que nunca llega.
Estela afirma lo que cree, sin ninguna duda, y eso incluye tanto que la noche nos descubre las estrellas, como que conocerla es un regalo para cualquiera. Con la misma naturalidad te dice lo uno y lo otro, sin que su labio tiemble, ni sus ojos desvíen ni un segundo la mirada.
El primer día que la vi me asusté, he de reconocerlo. Aunque ahora sé que fue por miedo a lo desconocido, por no saber librarme del apretado corsé de lo socialmente conveniente, de lo pautado por todos como aceptable, de lo que me han dado pensado para que no tenga que pensarlo yo.
Ahora creo que Estela es la persona más genuina que he conocido nunca. Y me cae bien, porque me gusta la verdad, aunque me insulte a la cara sin usar tan siquiera una mala palabrota.
Me mira, orgullosa de sus palabras, de sí misma, casi parece incluso desafiante, mientras me sonríe con un deje de condescendencia.
No sé cómo lo hace, pero consigue que, a pesar de ser yo la que está tras la lupa engañosa de la imponente mesa de despacho, y del obstáculo físico que supone su corta estatura, parezca misteriosamente que su mirada se posa en mí desde las alturas.
Estela habla de sí misma como de un semi-dios. Explica, pausadamente y con comprensiva paciencia, todos los porqués de este mundo, y asegura abierta y tranquilamente ser poseedora de la verdad.
Y lo dice con tanta naturalidad que me he sorprendido pensando si no será cierto que lo es.
Estela expone claramente sus encantos, todo lo que en ella ve brillar, que no es poco, y alza las cejas con asombro porque no se explica cómo es posible que los que le rodean no sean capaces de verlos también. Eso la enfada, es evidente. La mediocridad la agota, me aclara con un teatral gesto de hastío.
Paso las horas frente a ella, escuchándola mientras espero a cada minuto un paréntesis de falsa modestia que nunca llega.
Estela afirma lo que cree, sin ninguna duda, y eso incluye tanto que la noche nos descubre las estrellas, como que conocerla es un regalo para cualquiera. Con la misma naturalidad te dice lo uno y lo otro, sin que su labio tiemble, ni sus ojos desvíen ni un segundo la mirada.
El primer día que la vi me asusté, he de reconocerlo. Aunque ahora sé que fue por miedo a lo desconocido, por no saber librarme del apretado corsé de lo socialmente conveniente, de lo pautado por todos como aceptable, de lo que me han dado pensado para que no tenga que pensarlo yo.
Ahora creo que Estela es la persona más genuina que he conocido nunca. Y me cae bien, porque me gusta la verdad, aunque me insulte a la cara sin usar tan siquiera una mala palabrota.
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