Benigno
Dicen que es un cobarde porque cuando llegó la guerra al pueblo delató a su amigo Manuel, que fue fusilado en su presencia. Dicen que desde entonces se ha vuelto un personaje huraño, orgulloso, malhumorado siempre y receloso de cualquier comentario que se le haga, por bienintencionado que sea. Dicen que no es buena persona porque no se arrepiente de lo que hizo, que se defiende con argumentos absurdos como que eran otros tiempos y que había que estar en su lugar para entenderlo. Dicen que cuando muera arderá en el infierno, seguro, y que se debe pasar las noches en vela, perseguido por el fantasma de aquellos que murieron por su culpa, purgando entre sudores una ínfima parte de lo que merece por ser tan ruin y miserable. Dicen que, por todo ello, y con razón, nadie llorará ante su tumba.
Puedes ver a quienes lo dicen, con los ojos cargados de verdad, con el libro enorme que contiene los dictados de la santa moral en su mano derecha, pesado como los argumentos que avalan sus palabras. Y lo dicen convencidos, sentados ante una caña y un platito de gambas a la plancha en el vermouth de los domingos, descansando tranquilos en su intocable fin de semana, después de trabajar de lunes a viernes en ese puesto tan apañado que consiguieron gracias al enchufe del tío Juan. Lo dicen repeinados y perfumados, vestidos como figurines de revistas de moda, mientras fuman despreocupadamente sus propios cigarillos y juguetean con el flamante llavero de metal que muestra orgulloso el logo de la marca de su nuevo coche. Lo dicen justo antes de llamar por el móvil a Dori y Andrés, a ver si les apetece acercarse luego y regalarse todos juntos una buena caldereta en el sitio ese nuevo de la Autopista, que tiene muy buena pinta. Lo dicen justo después de dedicarle su desprecio cuando pasa por su lado, mirando el suelo que pisa, con el andar lento e inseguro que le han traído los años.
Y yo me pregunto cuántos de ellos han visto el cañón de una escopeta en su sien y unos ojos llenos de odio al otro extremo; cuántos han llegado a temer realmente por la vida de sus seres queridos, amenazados de muerte en un mundo que de pronto se había vuelto de locos; cuántos vieron cómo su vida se daba la vuelta como un calcetín y aquellos que ayer jugaban con él la partida diaria hoy le señalaban con el dedo y le amenazaban al pasar; cuántos presenciaron muertes y fusilamientos, fosas comunes, cadáveres amontonados a un lado del camino; cuántos cavaron con su propia pala la tumba de su padre.
Yo me pregunto cuántos de ellos no habrían delatado también a Manuel si hubiesen vivido una barbarie como aquella.
Puedes ver a quienes lo dicen, con los ojos cargados de verdad, con el libro enorme que contiene los dictados de la santa moral en su mano derecha, pesado como los argumentos que avalan sus palabras. Y lo dicen convencidos, sentados ante una caña y un platito de gambas a la plancha en el vermouth de los domingos, descansando tranquilos en su intocable fin de semana, después de trabajar de lunes a viernes en ese puesto tan apañado que consiguieron gracias al enchufe del tío Juan. Lo dicen repeinados y perfumados, vestidos como figurines de revistas de moda, mientras fuman despreocupadamente sus propios cigarillos y juguetean con el flamante llavero de metal que muestra orgulloso el logo de la marca de su nuevo coche. Lo dicen justo antes de llamar por el móvil a Dori y Andrés, a ver si les apetece acercarse luego y regalarse todos juntos una buena caldereta en el sitio ese nuevo de la Autopista, que tiene muy buena pinta. Lo dicen justo después de dedicarle su desprecio cuando pasa por su lado, mirando el suelo que pisa, con el andar lento e inseguro que le han traído los años.
Y yo me pregunto cuántos de ellos han visto el cañón de una escopeta en su sien y unos ojos llenos de odio al otro extremo; cuántos han llegado a temer realmente por la vida de sus seres queridos, amenazados de muerte en un mundo que de pronto se había vuelto de locos; cuántos vieron cómo su vida se daba la vuelta como un calcetín y aquellos que ayer jugaban con él la partida diaria hoy le señalaban con el dedo y le amenazaban al pasar; cuántos presenciaron muertes y fusilamientos, fosas comunes, cadáveres amontonados a un lado del camino; cuántos cavaron con su propia pala la tumba de su padre.
Yo me pregunto cuántos de ellos no habrían delatado también a Manuel si hubiesen vivido una barbarie como aquella.
Comentarios
blogfreia@gmail.com ?
Un besazo
(En efecto, todo es del color del cristal con que se mire...)
Un abrazo.
Dieguku, hace poco oí que alguien decía que nosotros somos el punto medio entre el mono y el ser humano. Vamos camino de ello, pero hay tanto que pulir que nos quedan algunos miles de años... Solo debemos esperar que nos dé tiempo...
No hay duda.
un saludo
Precisamente, creo yo, para que unos sean reconocidos como honrados, mientras asumimos (conozco la condición humana demasiado bien) que los otros no van a poder estar a la altura.
PS: Y que quede claro que ahora no hablo de los dos bandos (en realidad el mismo) que tú retratas, sino de aquellos que no supieron actuar con valentía o lo- que-sea y los que sí.
A ver si esta vez me he explicado mejor.
Por último, lamento estar en decacuerdo contigo: desgraciadamente, sí hay gente peor que otra. No todos somos iguales, pues sólo nuestras acciones nos definen al cabo. De poas cosas estoy más convencida. Qué le vamos a hacer.
La justicia no existe, y por eso no es posible juzgar a los demás. Menos aún desde el punto de vista humano, que es el que yo trataba de exponer.
Tú puedes pensar así, y puede que hasta tengas razón, pero yo te digo que soy incapaz de asumir como cierto que soy mejor que nadie.
También qué le vamos a hacer.
;-)