Luisa
Llevo unos días que no me aclaro muy bien. Igual es la edad, que, aunque puedas pensar que es muy pronto para eso, tengo entendido que una vez cumplidos los 40 nunca sabes cuándo empieza la caída en estilo libre.
La cuestión es que el otro día hablé con mi madre, y me dijo muy emocionada que era la mejor hija que cualquiera podía desear. Lo puse en duda, no por falsa modestia, si no porque realmente creo que su apreciación se debe más al cariño materno, con lo incondicional que suele ser, que a otra cosa. Ella me aseguró que soy cariñosa, atenta y respetuosa, y que esas eran cualidades fundamentales para ser buen hijo.
Hablé después con mi marido, y me aseguró, en un arranque de amorosa sinceridad, que era la mujer que todos los hombres desearían para sí. También lo dudé, y de nuevo no por falsa modestia, si no porque realmente me parece que sus palabras tenían el sello de las flechas de Cupido, esas que vuelven absurdamente ciego a quien las recibe en sus carnes. Él se reafirmó diciendo que soy divertida, paciente y entregada, y que con esas cualidades no podía haber una esposa mejor.
Mis hijos me escribieron una carta hermosa, en la que me decían, entre dibujos coloreados y faltas de ortografía, que era la mamá mejor del mundo. Entre lágrimas les aseguré que no merecía aquello, no por falsa modestia, ya sabes, sino porque estoy segura de que esa exacerbación de las cualidades maternas no es más que una fase que todos los niños pasan cuando tienen su edad. Ellos me prometieron por unos extraños ritos aprendidos en el recreo del cole, que soy buena, protectora y muy guapa, y que eso es lo que tiene que ser una perfecta mamá.
Mis amigas me comentaron que soy la mejor de las amigas, y, aunque también me negué a admitir una afirmación semejante, me ahogaron en una discusión con la que pretendían ponerse de acuerdo en cuales eran las características que me hacían merecedora de tal calificativo: comprensiva, sensata, alegre, generosa, pícara, inteligente, simpática, alocada, sentimental, impulsiva...
Para mi profesor de piano soy disciplinada y constante.
Para mi jefe, seria y trabajadora.
Para la canguro de los niños, amable y justa.
Incluso mi amante se marcó con su propia descripción de mi ya atribulada persona, dejandome con la boca abierta al decirme que soy la perfecta amante, la que siempre soñó. También le dije que no era cierto, y también me contradijo, exponiendo, muy serio, que una mujer apasionada, atrevida e independiente era lo que ejemplificaba la perfección en el tema amatorio que nos traíamos entre manos.
Un poco mareada todavía por tanta efusividad repentina a mi alrededor, estuve cavilando sobre todo ello, y dediqué mis buenas horas a visionarme con los distintos trajes que toda mi gente habían confeccionado para mí.
Pero, mirandome bien por dentro, y sabiendo como sé muchos más datos de los que los demás disponen, no me ví bien como hija modelo, ni como esposa ideal, tampoco como la mejor mamá, ni como amiga genial, ni alumna aplicada, ni empleada del mes, ni jefa divina, ni mucho menos amante soñada.
Todo esto me lleva a una reflexión que más bien resulta ser una duda: ¿los demás ven en mí lo que en realidad quieren ver.... o soy la reina de los disfraces y ni yo misma conozco mi verdadera piel?
La cuestión es que el otro día hablé con mi madre, y me dijo muy emocionada que era la mejor hija que cualquiera podía desear. Lo puse en duda, no por falsa modestia, si no porque realmente creo que su apreciación se debe más al cariño materno, con lo incondicional que suele ser, que a otra cosa. Ella me aseguró que soy cariñosa, atenta y respetuosa, y que esas eran cualidades fundamentales para ser buen hijo.
Hablé después con mi marido, y me aseguró, en un arranque de amorosa sinceridad, que era la mujer que todos los hombres desearían para sí. También lo dudé, y de nuevo no por falsa modestia, si no porque realmente me parece que sus palabras tenían el sello de las flechas de Cupido, esas que vuelven absurdamente ciego a quien las recibe en sus carnes. Él se reafirmó diciendo que soy divertida, paciente y entregada, y que con esas cualidades no podía haber una esposa mejor.
Mis hijos me escribieron una carta hermosa, en la que me decían, entre dibujos coloreados y faltas de ortografía, que era la mamá mejor del mundo. Entre lágrimas les aseguré que no merecía aquello, no por falsa modestia, ya sabes, sino porque estoy segura de que esa exacerbación de las cualidades maternas no es más que una fase que todos los niños pasan cuando tienen su edad. Ellos me prometieron por unos extraños ritos aprendidos en el recreo del cole, que soy buena, protectora y muy guapa, y que eso es lo que tiene que ser una perfecta mamá.
Mis amigas me comentaron que soy la mejor de las amigas, y, aunque también me negué a admitir una afirmación semejante, me ahogaron en una discusión con la que pretendían ponerse de acuerdo en cuales eran las características que me hacían merecedora de tal calificativo: comprensiva, sensata, alegre, generosa, pícara, inteligente, simpática, alocada, sentimental, impulsiva...
Para mi profesor de piano soy disciplinada y constante.
Para mi jefe, seria y trabajadora.
Para la canguro de los niños, amable y justa.
Incluso mi amante se marcó con su propia descripción de mi ya atribulada persona, dejandome con la boca abierta al decirme que soy la perfecta amante, la que siempre soñó. También le dije que no era cierto, y también me contradijo, exponiendo, muy serio, que una mujer apasionada, atrevida e independiente era lo que ejemplificaba la perfección en el tema amatorio que nos traíamos entre manos.
Un poco mareada todavía por tanta efusividad repentina a mi alrededor, estuve cavilando sobre todo ello, y dediqué mis buenas horas a visionarme con los distintos trajes que toda mi gente habían confeccionado para mí.
Pero, mirandome bien por dentro, y sabiendo como sé muchos más datos de los que los demás disponen, no me ví bien como hija modelo, ni como esposa ideal, tampoco como la mejor mamá, ni como amiga genial, ni alumna aplicada, ni empleada del mes, ni jefa divina, ni mucho menos amante soñada.
Todo esto me lleva a una reflexión que más bien resulta ser una duda: ¿los demás ven en mí lo que en realidad quieren ver.... o soy la reina de los disfraces y ni yo misma conozco mi verdadera piel?
Comentarios
Como dijo alguien una vez, a veces no eres más que lo que ven los ojos que te miran.
Otras veces, ni siquiera somos capaces de reconocer nuestra propia piel de tan deprisa como la hemos mudado...
Ya avisé que en este blog no era yo la protagonista, solo soy una espectadora y cuento lo que veo.
Lógicamente algo hay de mí en cada persona de la que hablo, porque ya sabes que pienso que todos somos muy parecidos en el fondo, y porque es inevitable dejar algún rastro de uno mismo cuando se escribe sobre cualquier cosa.
Pero no soy Luisa... O al menos la gente no me ve como parece que la ven a ella...
;-)